Muchos prefieren sufrir en Colombia que pasar hambre en Venezuela

Estamos a 300 metros del Puente Simón Bolívar, en Cúcuta, una de las fronteras más fotografiadas de América Latina, donde incluso las venezolanas venden su pelo al mejor postor. La adrenalina que derrama, como todos los pasos fronterizos, no puede esconder la realidad: los venezolanos son hoy los parias de América. El gota a gota migratorio del año pasado se ha convertido en las últimas semanas en un diluvio incontenible.

Esta ciudad colombiana es paradigma de una tragedia, el espejo donde se miran miles y miles de criollos que llegan a sus calles desesperados y hambrientos. “Estoy admirada, las bodegas están aquí llenas de alimentos, es una bendición”, exclama una mujer que apura su comida en la Casa de Paso abierta por la Iglesia Católica hace tres semanas. La mujer no acaba de llegar de otra galaxia; viene de Venezuela, el país bendecido con las mayores reservas de petróleo del planeta, las más grandes de oro del continente y las terceras de gas y coltán.

“Estamos en zozobra y caminamos hacia el caos”, resume el padre Hugo Suárez. El comedor que ofrecía una comida al mes ha pasado a llenarse todos los días, dependiendo de donaciones y de solidaridad. El día que más consiguieron se ofrecieron 1.700 almuerzos, con una media en estas semanas de 500 diarios. Gente de paso, que come y se va. Los que llegan al día siguiente son nuevos.

Alexandra Medina tiene 18 años, los mismos que la revolución bolivariana. Está sentada en una mediana de la calle, cabizbaja, intentando esconder su tristeza. Pero en cuanto comienza a hablar de su tierra, Punto Fijo, península situada a casi 800 km., recobra su estado natural. Y su sonrisa. Allá, en su Venezuela natal, comenzó este año a estudiar Psicología; ahora vende botellas de agua en la calle.

A pocos metros vigila su novio, Juan Carlos Mejía, de la misma edad, que limpia los cristales de los vehículos. Lleva una moneda metida en su oreja, llamando a la fortuna. Una parejita de novios arrastrada por el vértigo venezolano, que ha pasado de ir al cine los viernes a agarrarse como pueden a la vida en su nueva marginalidad. “No volveré hasta que Venezuela vuelva a ser como antes. Es mejor sufrir aquí que pasar hambre allá“, sentencia la chica.

Alexandra y Juan Carlos son solo dos entre miles de venezolanos que se mueven en las calles cucuteñas buscando fortuna. Venden piruletas y refrescos, lavan carros, hacen malabarismos o buscan desesperadamente algún trabajo informal en un país que exige tener los papeles en regla. Las más atrevidas, o las más desesperadas, también venden su cuerpo.

Los desheredados de la revolución caminan las calles sin rumbo definido, ni siquiera saben las exigencias legales y las dificultades que van a encontrar. Como Juan Manuel Sánchez, que era chef internacional, y Jaiker Salas, estilista en Yaracuy. Como Félix Sánchez, operador de buques de la Armada, y Eneida Oviedo, técnica de laboratorio.

No existen estadísticas fiables de cuántos venezolanos malviven hoy en la frontera, pero el representante colombiano en la OEA aseguró la semana pasada que 20.000 venezolanos atraviesan todos los días los más de 2.000 kilómetros de frontera entre los dos países. La mayoría regresa a las horas o a los días, tras comprar los alimentos que no encuentran en su país. Pero varios miles se quedan en Colombia y al menos un 20% de ellos, los más desesperados, lo hacen en Cúcuta. Investigadores aseguran que en Colombia ya viven al menos un millón de venezolanos.

En el infierno siempre hay ángeles. Como el padre Hugo junto a la frontera o el padre Francesco Bortignom en las comunas 6 y 7, donde ya se han instalado cientos de venezolanos en sus favelas. O como el hispano-venezolano Gustavo Contreras, sangre canaria, y el caraqueño Eduardo Espinel. Hace unos meses abrieron el restaurante Don Cachapa, consulado paralelo al que se acercan sus paisanos. Dos días a la semana reparten comida a un centenar de compatriotas. Esta noche tocan espaguetis. Pero antes de empezar a comer, se recuerda a los muertos en las protestas. Y todos ellos, emocionados, cantan el himno. El mismo que dice abajo cadenas, muera la opresión…

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